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"La grieta", instalación de la artista colombiana Doris Salcedo.

jueves, 3 de noviembre de 2016

TREINTA Y UNO


   Quique terminó su desayuno mientras revisaba Facebook en el celular. Le puso "Me gusta" a una noticia de Clarín sobre el restablecimiento de relaciones entre la Argentina y el Fondo Monetario Internacional, comentó indignado una denuncia de maltrato animal, compartió una frase de Gandhi que resaltaba la necesidad de superar discordias por la vía pacífica y quedó muy impresionado con una carta aparecida en La Nación, en la que un abogado aseguraba haber sido víctima de un maquiavélico robo de identidad perpetrado por sectores vinculados a La Cámpora. No terminó la lectura porque la carta era larga pero igual la compartió, condolido por la suerte de ese compatriota que afirmaba estar encerrado en el cuerpo de una empleada doméstica kirchnerista.

   Se aflojó un poco la venda de la mano porque le molestaba. Después, urgido por la hora, levantó unas carpetas y bajó por ascensor los seis pisos que lo separaban de la  cochera. Se cruzó con Arregui, el encargado (que lo saludó con su amabilidad habitual), se trepó a la Hilux negra y se puso en marcha hacia la empresa. Sintonizó Radio Mitre y se irritó al escuchar la noticia de la movilización prevista para esa tarde en protesta por los despidos masivos en la administración pública, “Ah, bueeeno... ¡una marcha para apoyar a los ñoquis!”, rezongó en voz alta. Era lamentable que pasaran estas cosas justo ahora que el país estaba, al fin, encaminándose en la dirección correcta.

   Mientras esperaba frente a la Facultad de Derecho que el semáforo se pusiera en verde, le llamó la atención un afiche gigante del HSBC que prometía “beneficios exclusivos para clientes”. Agendó mentalmente la tarea de contactar a su ejecutivo de cuenta para consultarlo al respecto.

   Se quedó enganchado con el tema y manejó un buen trecho pensando en sus asuntos bancarios. Lo hizo hasta que empezó a sonarle el celular, se distrajo un segundo y casi se lleva puesta una moto que venía por la calle transversal.

   Clavó el freno y bajó furioso el vidrio de la ventanilla.

 

                                                   * * *

    Bajaron la escalera del monoblock en silencio y los recibió una mañana gris con semblante de recién llovida. Fueron hacia el espacio descubierto que servía de estacionamiento general. Luján se detuvo junto al Renault 12 y se despidió de él con un beso fugaz en la boca. “A las 5 en lo del Turco”, le recordó, y él asintió con la cabeza. Brian, con su malhumor adolescente a cuestas, apenas le gruñó un saludo; los mellizos, en cambio, cariñosos como siempre, le gritaron “Chau, papi” casi al unísono. El auto maniobró con dificultad en el barro y luego se alejó por la calle de ripio.

   Juan Domingo demoró unos segundos antes de subirse a la moto. Respiró hondo y expulsó el aire con fuerza, como si intentara sacarse de adentro un cascote alojado en su esternón. Se sentía raro. Aunque no recordaba haber tenido una pesadilla, lo aquejaba la impresión -absurda pero inquietante- de que un peligro indescifrable lo había acosado mientras dormía.

  Urgido por la hora, se puso el casco y arrancó. Antes de llegar a la avenida, se cruzó con la Yanina, que iba caminando para la verdulería. Le tocó dos bocinazos cortos y ella lo saludó con grandes aspavientos. ¿Era sólo idea suya, o esa mina le tiraba onda?

   Mientras la Gilera avanzaba hacia el sur pensó en la marcha de esa tarde y deseó que la plaza reventara de gente, así le demostraban al gobierno que los trabajadores no estaban dispuestos a dejarse avasallar. Pensó también que debía convencer a sus compañeros de la obra para que se animaran a tomar medidas de fuerza si –tal como él lo preveía- la constructora no pagaba el retroactivo prometido al día siguiente. Era lamentable que algunos compañeros dudaran, justo ahora que el país estaba, una vez más, desbarrancándose en la dirección equivocada.

   Mientras esperaba frente al shopping que el semáforo se pusiera en verde, le llamó la atención un afiche gigante de Frávega que prometía “beneficios exclusivos para clientes”. “Yo les voy a dar bola a las publicidades el día que ofrezcan beneficios inclusivos”, se dijo, y agendó mentalmente la tarea de subir esa frase al Facebook de “Resistiendo con Aguante”.

   Se quedó enganchado con el tema y manejó un buen trecho pensando en sus asuntos de militancia. Lo hizo hasta que, en una esquina del microcentro. casi se lo lleva puesto una Hilux negra que venía por la calle transversal.  

   Tuvo que hacer mucho equilibrio para no terminar tirado en el pavimento con moto y todo.

 

                                     * * *

   La mujer de rostro aindiado presenció el incidente desde muy cerca.

   -¿Pero qué hacés, negro de mierda?- gritó Quique. -¡Correte y andá a laburar, la puta que te parió!

   Juan Domingo detuvo la Gilera delante de la Hilux sólo un momento, el tiempo justo y necesario para mandar a Quique a la concha de su madre y acompañar el insulto con un movimiento airado de su mano. Después, aceleró y retomó su camino hacia la obra.

   La mujer de rostro aindiado dio unos pasos y se acercó a la ventanilla de la camioneta. Quique la miró con aversión, pensando que lo estaba por manguear. Ella lo miró con una pesadumbre que llevaba siglos acumulándose. La expresión de Quique se transfiguró al verla con más detenimiento. ¿Era la misma? ¿Realmente era la misma mujer del día anterior? Ella pudo advertir en él cómo su arraigado desprecio transmutaba en pánico. Sí, en el fondo ese hombre le tenía terror, un terror acumulado durante siglos.

    La mujer de rostro aindiado se inclinó hacia Quique y le apuntó a los ojos con el índice huesudo de su mano oscura. Después, con una parsimonia ancestral, le susurró:

   -No aprendiste nada. Absolutamente nada. Clase media, tenías que ser.
 
 
                                    F I N
                                                         

martes, 1 de noviembre de 2016

TREINTA


   Sintió confusamente, como en sueños, que ascendía hacia la superficie después de haber estado al borde de la asfixia, sumergido en el fondo de un líquido viscoso. Entreabrió los ojos, aturdido, pero no se movió. Tenía todo el cuerpo dolorido, como si lo hubiesen apaleado. Además, la oscuridad del lugar no le dejaba ver nada.

   Escuchó el estrépito de un motor al encenderse y de inmediato volvió la claridad. Reconoció rápidamente el entorno y se descubrió tirado boca arriba en el piso de su oficina. Escuchó también pasos y voces que se acercaban. Vanesa y Casares se asomaron a la puerta casi al mismo tiempo y el imprevisto cuadro con que se encontraron los asustó. Se inclinaron hacia él y le preguntaron atropelladamente qué había pasado, si estaba bien. No supo qué contestar. Le ardía la mano derecha. Se la miró; tenía la marca de una quemadura reciente. Vio el módem caído a su lado. Hubo un trueno largo que retumbó como un solo de timbales y recordó el rayo. “La computadora me dio una patada”, dijo, encastrando los datos que de a poco iban fluyendo a su cabeza. Tuvo, no obstante, la impresión de que, involuntariamente, no estaba diciendo la verdad o que, en todo caso, su respuesta era apenas una versión simplificada de la historia. Miró la hora en su reloj; le pareció inverosímil que el período de oscuridad física y mental del que acababa de emerger hubiese durado tan poco. Sospechó que entre la caída del rayo y la puesta en marcha del grupo electrógeno debía haber sucedido mucho más que su casi electrocución y su fugaz desvanecimiento.

   Vanesa se puso a apantallarlo con un ejemplar de Clarín. Lentamente, como si volviera de un sueño demasiado vívido e intenso, se fue reacomodando a la realidad. Reconstruyó su jornada laboral, la charla con el contador por el tema del blanqueo de sus dólares, la reunión con Garcia Sangenis por el asunto de los albañiles accidentados en la obra del hotel, la decisión de Bevilacqua de dilatar el pago de las indemnizaciones. Verificó que, efectivamente, todo eso había ocurrido a lo largo de ese mismo día. Tenía, sin embargo, la sensación inexplicable de que entre esos acontecimientos y este presente horizontal se había alterado la continuidad de la secuencia, que había habido una interrupción en la linealidad del tiempo, una arruga lógica y cronológica imposible de  comprobar. 

   Casares lo ayudó a ponerse de pie. Vanesa salió corriendo de la oficina y volvió con gasas y una crema, resuelta a practicarle las primeras curaciones.

   -¿Y? – bromeó Casares. ¿Viste la luz blanca al fondo del túnel?

   Sólo entonces cayó Quique en la cuenta de que realmente podría haber muerto de esa forma tan estúpida. Le vino a la memoria el incidente de la mañana con la mujer que casi había atropellado frente al Banco. El recuerdo de sus palabras -“Ojalá en la próxima vida Diosito te haga negro”- le provocó un estremecimiento que no había sentido al escucharlas. Lo atribuyó a su actual estado de debilidad  pero no pudo evadir el pavor. ¡Negra resentida! Dio por cierto que el accidente era una consecuencia directs de la mala onda que le había tirado esa mujer. Se lo comentó a Casares como quien piensa en voz alta, pero su colega le quitó a su afirmación toda posible rasgo de veracidad.

   -Eso no fue una maldición- retrucó. –Al contrario. ¡Si en este país, los únicos privilegiados son los negros! Los otros, tenemos que laburar como burros, porque nadie nos regala nada.

   Quique se quedó un buen rato sentado en el sillón de su escritorio, hasta que consiguió recobrar un mínimo aceptable de fuerzas. Vanesa insistió en que debía ir a una guardia médica pero él se negó enfáticamente. Sólo ansiaba llegar a su departamento, tomarse una pastilla y dormir hasta el día siguiente. Supuso que sería la manera más eficaz de quitarse de encima la  espantosa impresión -absurda pero inquietante- de que el hechizo de aquella mujer sí se había cumplido.

 
CONTINUARÁ
( ¡Falta sólo UN capítulo!

jueves, 27 de octubre de 2016

VEINTINUEVE


   Lo primero que vio al abrir los ojos después de despertar agitado, fue el retrato de Evita colgado en la pared. Se sobresaltó pensando que la pesadilla continuaba pero la contractura que apuñaló su espalda apenas intentó moverse le hizo notar bruscamente que se había quedado dormido en el sillón.

   -¡Brian, Néstor, Cristina!

   La voz de Luján apurando a sus hijos le trajo el recuerdo inmediato de la discusión de la noche anterior. Abrumado de antemano, sospechó que ahora llegarían las réplicas del sismo. Lo confirmó unos segundos más tarde, cuando la mujer pasó a su lado sin decirle una palabra, ni siquiera cuando encontró el televisor encendido en TN. Sobreactuando un silencio filoso, Luján se limitó a poner C5N y empezó a preparar el desayuno como si él no estuviera allí.

   Aliviado por no tener que seguir escuchando sus reproches absurdos, Quique hizo al fin lo que no había hecho durante la  madrugada: irse del departamento con la firme intención de no volver  jamás. Bajó las escaleras del monoblock pensando que él debía ser la excepción al famoso  Síndrome de Estocolmo: no sentía la menor empatía hacia sus secuestradores. Le habían robado su vida y los odiaba. Negros de mierda.

   Caían algunas gotas cuando salió del Fonavi y, a medida que la moto avanzaba hacia el sur, la lluvia se intensificó. Para cuando llegó al centro, el cielo empezó a deshacerse brutalmente sobre la ciudad en forma de diluvio universal. Resolvió parar por precaución. Al fin y al cabo, la huelga seguía en pie y Yarará no le iba a decir nada si caía unos minutos más tarde a causa de la lluvia. Encontró refugio en un shopping cercano a la obra. Dejó la moto en el estacionamiento y se acomodó bajo la estructura de acrílico transparente que enmarcaba el acceso, sumándose a muchos otros que, huyendo como él de la tormenta, decidían postergar su llegada al trabajo o diferir el cumplimiento de sus trámites para no empaparse.

   Aprovechó la terquedad del temporal para ir al baño. Necesitaba, además, un ámbito propicio para pensar con serenidad en su futuro inmediato. Consultó el celular para chequear las repercusiones de su carta virtual del día anterior. Verificó que había despertado numerosas adhesiones pero ninguno de los comentarios brindaba datos sobre el antídoto necesario para revertir la metamorfosis. Recordó el infame volante que aún conservaba en su bolsillo y le dolió reconocer que, al fin de cuentas, la mediación paranormal de la licenciada Maia Wilkins era el recurso más concreto con que contaba para intentar remediar su mal.  

   Mientras salía del baño, escuchó el grito de una mujer y, a continuación, distintos gritos que lo secundaban. Parecían provenir de la zona del patio de comidas. Como desde el pasillo lateral donde estaba no podía ver nada, dio unos pasos en dirección al hall central. No alcanzó a llegar. Imprevistamente, se le apareció un morocho, del estilo Juan Domingo pero bastante más joven, que tenía puesta una remera idéntica a la suya y venía corriendo con una cartera en la mano. “Es un ladrón”, pensó, encontrándole sentido a ese griterío que sonaba cada vez más próximo. No tuvo tiempo de reaccionar porque el otro se lo llevó por delante y ambos trastabillaron. Al ladrón se le cayó la cartera en el choque pero no se detuvo; rehizo su verticalidad al instante y, aun a costa de resignar el botín, se zambulló con plasticidad felina por una salida de emergencia. Quique se quedó mirando atónito en esa dirección, con la cartera colgando ridículamente de su mano. “¡Ahí está, ahí está!”, escuchó que gritaba alguien a sus espaldas y, antes de que pudiera darse vuelta, un hombre se tiró encima de él y lo derribó de un tackle. Quique cayó con todo el peso del otro encima y se golpeó la sien contra el porcelanato. En cuestión de segundos, otras personas lo rodearon y empezaron a golpearlo y patearlo con fiereza. Coartaron todos sus intentos por ponerse de pie, acallaron sus esfuerzos por explicar que se trataba de una confusión. “¡Lacra!”, “¡Chorro hijo de puta!”, escuchó que le gritaban, y no pudo creer que se lo estuviesen diciendo a él. “¡Negros de mierda, hay que matarlos a todos!”, aulló una mujer, absolutamente sacada, y también ella le acertó un pisotón.

   “No me peguen… yo soy clase media”, alcanzó a decir Quique, en un susurro doliente. Ninguno de sus agresores lo escuchó.

   “¿Qué hacen, animales? ¡Dejen de pegarle!”, gritó alguien, con desesperación. Por un momento, Quique se acurrucó bajo la débil ilusión de ser salvado por la aparición providencial de un defensor de los derechos humanos. Después, la certera patada que recibió en la cabeza lo sumergió en una oscuridad inexpugnable.

   Se sintió caer caer caer, como en cámara lenta, a través de una grieta que parecía interminable.

 

CONTINUARÁ
(¡Faltan 2 capítulos!)
 

martes, 25 de octubre de 2016

VEINTIOCHO


    “Vamos, Rinaldi, empiece. Quiero escucharlo cantar el himno”.

   Intimidado por hallarse ante una mesa examinadora después de tanto tiempo, pero sobre todo por estar de nuevo frente a la Saggioratto, la profesora de Música a quien detesta, Quique transpira bajo el guardapolvos escolar y ruega que el tormento se termine pronto. Se aclara la garganta y comienza a cantar.


   Oh, say can you see by the dawn's early light
   What so proudly we hailed at the twilight's last gleaming?


   “¿Pero qué hace, Rinaldi?”, resuena la voz de la Saggioratto como una cimitarra silbando en el aire. “¡El himno argentino, le estoy pidiendo, no el de Estados Unidos!”.

   La mujer menea la cabeza con aire grave y estampa una anotación en una planilla, que Quique interpreta como un rotundo 0.

   “A ver, pruebe con la Marcha”.

   “¿La de San Lorenzo?”.

   “No, Rinaldi, la Marcha Peronista”.

   Quique siente que la Saggioratto se está ensañando con él. Mira en todas direcciones en busca de alguien ante quien denunciar la arbitrariedad a que está siendo sometido pero es en vano: sus ojos sólo encuentran un cartel luminoso que centellea la frase “Nacional y Popular” con grandes letras rojas.

   “Vamos, Rinaldi, ¿qué está esperando?”, lo urge la mujer, y a Quique no le queda más opción que intentar cumplir la orden.


   The peronistas boys
   we will win all together
   and we’ll give, as ever,
   a brave shout from the heart:
   Go on Perón, go on Perón!

   La Saggioratto da un manotazo sobre el escritorio y le ordena que haga silencio. Quique la mira asustado y descubre con sorpresa que la Saggioratto es, en realidad, Evita.

   “¿Pero a este quién lo manda? ¿Braden?”, dice Evita, ofuscada, se levanta de la mesa examinadora y se va.

   Quique comprende que no sólo acaba de llevarse irremediablemente Música a marzo sino que es probable que lo expulsen del colegio. Atraviesa cabizbajo los pasillos desiertos pero, justo cuando está por llegar a la puerta, tiene una iluminación. Desanda entonces el trayecto caminado e irrumpe en el aula. “¡Ya me acordé del himno!”. exclama eufórico y canta:

 
   Oó juré moscongrié tamorir
   Óo  juré emoscongrié tamorir.

   Al instante, comprueba que se ha equivocado de puerta. Esa no es su aula. Ha salido al descampado donde ensaya la murga y ahora una veintena de aterradores rostros pintados lo enjuicia con severidad. Los murgueros, disfrazados con ropajes multicolores, empiezan a rodearlo con su danza siniestra y hacen sonar sus tambores mientras cantan a viva voz una canción que él desconoce y que empieza diciendo:


   ¿No lo vieron al gorila
   que no pisa más el bar?

 
CONTINUARÁ    
(¡Faltan 3 capítulos para el final!)                   

jueves, 20 de octubre de 2016

VEINTISIETE


     Justo cuando estaba por vomitar la historia de su metamorfosis, se dio cuenta: si Luján no tenía nada que ver con el asunto, no le iba a creer una palabra; si por el contrario estaba involucrada, seguramente lo negaría todo. A último momento, entonces, desistió de mencionar el tema del robo de identidad y perpetró su desahogo prescindiendo de detalles anecdóticos.

   -¿Vos querés saber qué me pasa? Bueno, pasa que estoy recontraremilpodrido del kirchnerismo, de Cristina, de La Cámpora, y de toda esa manga de corruptos y mafiosos que se llenaron los bolsillos a costa nuestra. Pero, ¿sabés qué?, más podrido me tienen todos los militantes pelotudos que todavía no se avivaron de que les estuvieron mintiendo durante doce años. ¡Quiero salirme de toda esta mierda y recuperar mi vida, eso me pasa!

   Luján lo miró con la misma incredulidad con la que hubiese contemplado la irrupción de un barco vikingo en pleno dormitorio. Lo miró, también, con la urgencia absurda de quien aguarda una explicación lógica que recomponga de inmediato la realidad que se está descomponiendo ante sus ojos. A Quique no lo asustó su mirada, sino su imprevisto silencio. Sobre todo, porque la escena le trajo el recuerdo inoportuno de un tenebroso capítulo de “Mujeres asesinas”.

    -¿Por qué no me decís de frente lo que tenés que decirme? –reaccionó al fin ella, descolocándolo por completo.

   -¿De frente? ¿Pero vos escuchaste lo que acabo de decir?

  -Escuché perfectamente. Escuché a un tipo buscando excusas ridículas para pelear en vez de decirme la verdad de una.

   -¿La verdad? ¿Qué verdad?

   ¡Que tenés otra mina; esa verdad! Decime, ¿vos te la estás cogiendo a la Yanina?

   -¿Qué Yanina?- dijo Quique, definitivamente confundido.     
 
   -Ah, encima me tomás el pelo. ¡La pendeja de la verdulería, boludo! ¿Te creés que nunca vi cómo te hace caritas para calentarte?

   Consternado, Quique sintió que, una vez más, el control de la situación se le escapaba de las manos. ¿Tan difícil le resultaba a esa mujer concebir siquiera la posibilidad de que su marido cambiara de ideas políticas?

   -Necia como todos los K…- le soltó con desprecio y no pudo seguir desplegando su catálogo de descalificaciones porque Luján le revoleó el libro de Jauretche y tuvo que agacharse para no ligarlo en plena frente.

   Enfurecido, Quique recogió la ropa de Juan Domingo que estaba en la silla y manoteó las llaves de la moto. “Autoritaria, como todos los K”, dijo, como si arrojara una granada, y salió del dormitorio con la firme intención de rajarse de aquella locura cuanto antes. Sin embargo, al llegar a la cocina se acobardó. ¿Qué iba a hacer él, cerca de la medianoche, andando solo en un barrio como ese? ¿Exponerse a que lo asaltaran o lo mataran? Se frenó bruscamente, vacío de alternativas. Vio a los mellizos espiándolo asombrados desde el antebaño y los mandó a dormir diciéndoles que no tenian que meterse en asuntos de grandes. Los chicos obedecieron pero él se quedó tieso, como anclado, justo frente al retrato de Evita. Se sintió patético.

   Luján salió del dormitorio y se le plantó con la actitud de quien necesita reabrir un debate que quedó trunco.

   -Mirá –le dijo- por si llega a ser en serio que te agarró un ataque de gorilismo, te voy a aclarar una cosa. Los ideales están por encima de las personas que luchan por ellos. Si esas personas no están a la altura de las circunstancias y te fallan, bueno,  entonces habrá que reemplazarlas. A las personas, no a los ideales, ¿entendés? Así que, aunque a mí me demuestren que todos los dirigentes kirchneristas fueron un fraude, yo igual voy a seguir defendiendo las banderas que levantamos todos estos años, ¿sabés?. Jamás me voy a unir al enemigo. 

   Luján giró y caminó enérgicamente hacia el dormitorio. Antes de entrar, dio media vuelta y gritó:

   -¡Así que si tanto te gusta Lanata, andá y miralo con la Yanina, boludo!

   Después sí, se encerró en la habitación dando un portazo.

  Quique se acomodó en un sillón frente al televisor, dispuesto a pasar una larga noche de insomnio. Una hora más tarde, sin embargo, extenuado como estaba, se quedó dormido con la tele encendida, mientras TN pasaba un informe sobre la pesada herencia recibida.

 
CONTINUARÁ

 

martes, 18 de octubre de 2016

VEINTISÉIS


   “¡Pero qué blancos de mierda, che! No hay caso; uno los trata bien, con respeto, pero es inútil: al final, más tarde o más temprano, les sale la blancada de adentro y se la mandan. Ojo, que cuando digo ‘blancos de mierda’ no estoy hablando del color de piel, ¿eh? Hablo de los blancos… de alma. Además, yo no soy racista; tengo amigos blancos. Buenitos, ¿viste? Quiero decir, blancos pero… qué se yo, otra calidad de personas, ¿entendés? Gente con la que se puede hablar, gente normal, no como los otros. Porque. la verdad, los del INADI que digan lo que quieran pero, salvo esas excepciones, los blancos son de terror. Yo siempre lo he sostenido: el gran problema de este país son los blancos. Los han malacostumbrado durante demasiados años y ahora andá a tocarles algún beneficio. Es indignante; no se puede andar por la calle tranquilo, y menos de noche. Te ven caminando y se cruzan de vereda en tus narices con tal de ni rozarte, o se quedan adentro de los autos sin bajar, hasta que terminás de pasar y se aseguran que estás lejos. Te digo más: yo ya no me animo a mandar a mis hijos al centro. Imaginate, la otra noche el pibe mío quiso ir a un boliche y un patovica rubio no lo dejó entrar. Lo prepoteó, le mostró el puño y lo amenazó con romperle la cara. Menos mal que mi hijo no lo enfrentó y se fue sin que el blanco le haga nada, así que, dentro de todo, fue una desgracia con suerte, mirá vos lo que hay que andar agradeciendo. ¿Y lo que le pasó a mi hija? El fin de semana fue al shopping, entró a un negocio de ropa y cuando preguntó por un jean, la empleada, una rubiecita barata, la trató remal. ‘Mirá que esto es caro’, le dijo, sobrándola, ¿vos podés creer? Cosa e’ blancos, che. Esa gente no tiene arreglo; les faltan años de educación. Pero bueno, qué querés, por eso tenemos el gobierno que nos merecemos. Te digo la verdad: yo apoyo el voto calificado: para mí, a los blancos no habría que dejarlos votar”.         

   Con una carcajada estruendosa que sacudió la cama, Luján terminó la lectura en voz alta del texto que acababa de encontrar en Facebook. “No me vas a decir que no está genial”, comentó entusiasmada. Quique asintió a desgano y sin mirarla, tratando de ocultar su irritación.

   -¿Qué te pasa? –preguntó ella. -Estas raro, vos, Desde ayer estás raro.

   Quique reconoció en su ánimo ese vértigo fugaz que solía experimentar ante la inminencia del estallido. Su hartazgo llevaba menos de 48 horas acumulándose pero le pesaba como si hubiese sido milenario. Hizo un último esfuerzo por controlarse.

   -Es por lo del laburo-se excusó. -La guita, todo eso.

   -No –insistió Luján- yo te conozco. Es otra cosa. Desde ayer estás distinto. Parecés otra persona.

   No pudo resistirlo más.

   -Tenés razón –dijo Quique, incorporándose de golpe en la cama, y sintió que le estaba abriendo las compuertas al desastre. –Ese es justamente el problema: ya no soy la misma persona que era antes.

 

CONTINUARÁ

 

jueves, 13 de octubre de 2016

VEINTICINCO


    Se metió con la Gilera en un laberinto incomprensible de calles de tierra y sintió que estaba perdido. Lamentó no tener a mano el GPS de la Hilux, aunque pensó con sorna que, en ese contexto, GPS sólo podría significar “¡Guarda, Peronistas Sueltos!”. A falta de herramientas de precisión, se dejó guiar por el repique de unos tambores y supuso que se trataba de una manifestación (¡otra más!), lo cual acrecentó el malestar que traía encima.

    Cuando llegó por fin al lugar donde lo esperaban, comprobó que “la plaza” no era técnicamente una plaza o que, en todo caso, distaba muchísimo de la idea previa que él se había hecho de lo que iba a encontrar allí. Era un descampado que abarcaba una manzana. Había en él algunos árboles  maltrechos y varios sectores sofocados por un denso pastizal. Un par de precarios arcos de fútbol, hechos con maderas desiguales delimitaba los extremos de una canchita en la que algunos chicos corrían detrás de una pelota. Comprobó, también, que no había ningún acto político, sino que la ensordecedora percusión provenía del ensayo de una murga. Se le congeló el aliento al verla y recordar el comentario del Chino. ¿Iban a obligarlo a participar de ese espectáculo decadente y patético?

    Luján le hizo señas desde lejos y los mellizos vinieron corriendo para saludarlo. Brian no, porque era uno de los murgueros. El resto de los presentes, una docena de hombres y mujeres de condición humilde, lo recibió con mucho afecto. Le ofrecieron mate y, a pesar del escozor que le causaba compartir bombilla con esa gente, no se animó a negarse.

   Enseguida, empezó el trabajo colectivo. Hubo quien se puso a emprolijar árboles, hubo quien arremetió contra el yuyal a guadañazo limpio. Él fue el encargado de reparar e instalar unas hamacas usadas que alguien había conseguido vaya a saber dónde.

    Se trabajó sin pausa, en un ambiente de mansa alegría que Quique no lograba compartir ni entender. Había algo que no le cerraba. No supo precisar qué era lo que le provocaba esa desconfianza hasta que la reiteración insoportable de las canciones de la murga le dio la clave: ahí había populismo encerrado. Las letras hablaban, invariablemente, en contra del gobierno y ensalzaban todos los vicios de la ortodoxia nacional y popular. Fatalmente, las eventuales buenas intenciones que pudiera haber en el proyecto de la plaza comunitaria, acabarían devoradas por las miserias de la demagogia. Seguramente, Juan Domingo era el puntero del barrio y recorría casa por casa recolectando votos a cambio de promesas adocenadas que terminaban resolviéndose en otorgamiento discrecional de planes sociales. Se sintió muy impresionado: estaba, ni más ni menos, en la olla misma donde se cocinaba, generación tras generación desde hacía setenta años, el núcleo germinal del peronismo. Aquello era una inmejorable investigación de campo. Lamentó no ser sociólogo para  escribir un artículo al respecto y titularlo “Del populismo como enfermedad venérea”.

   El trabajo colectivo se prolongó hasta que el anochecer frenó el entusiasmo de los voluntarios, forzándolos a volver a sus casas. Se despidieron comentando satisfechos los avances logrados esa tarde y coordinaron reencontrarse el fin de semana para continuar. A Quique le extrañó percibir que había en sus tonos de voz cierta vibración feliz, algo que sonaba parecido a un modesto, incomprensible optimismo.  

 

CONTINUARÁ